Hay situaciones en la vida que por fortuna te descolocan, se salen de la rutina y a menudo invitan a pensar. Algo así me ocurrió el otro día en la oficina. Mientras dejaba vagar mis pensamientos y me relajaba, oír un gemido callado, un sollozo. Supe inmediatamente de dónde venía porque el espacio de trabajo es uno de estos open space que no da mucho lugar a la intimidad. Me puse de pie dispuesta a acercarme a ver qué pasaba, pero me paré a pensar qué podría ser lo que ocurría y qué me gustaría a mi si era yo quien se echaba a llorar. Siendo un espacio que no da lugar a mucha privacidad, a mi no me hubiese gustado que toda la gente se arremolinara alrededor mío, así que desistí de mi espontánea idea de acercarme. Sin embargo, tampoco podía continuar trabajando como si nada ocurriese -mi todavía activo sentido de la solidaridad humana me lo impedía, así que me quedé vagando por la oficina dubitativa, en una actitud algo ridícula. Otra compañera fue la que se acercó sin dudar y después volvió a contarnos qué pasaba. Yo esperaba algún relato relacionado con el trabajo de investigación -la presión suele ser muy grande, sobre todo a estas alturas del curso, o quizás algún desengaño amoroso. Pero no, se trataba de algo mucho más trascendental. La guerra.
La mujer que lloraba es libia y estaba viendo un vídeo donde aparecían niños y niñas masacradas. Lloraba de impotencia. Quería ir para allá para hacer algo pues no podía soportar mirar el desastre impasible, pero si entraba en Libia, era muy probable que no la dejasen volver a Europa. Estaba destrozada. No podía dejar de mirar una y otra vez a la pantalla. No podía concentrarse en su trabajo y parecía estar cerca de la depresión. El dolor de la guerra la estaba embargando. No temía por su familia porque su gente vive en una zona que no está en enfrentamiento bélico, pero sí sufría por su pueblo y los desastres que podía ver por vídeos que circulan por la red.
Y allí mismo, a cientos de kilómetros del escenario de la tragedia, Libia se hacía presente para mí en el sollozo de esa mujer. Y pensé en cuántas noticias había dejado pasar cada día, incapaz de gestionar racional y emocionalmente tanta información. Y pensé en lo fácil que es aislarse de la vorágine informativa, de las tragedias del mundo en medio de las preocupaciones diarias. De qué manera una puede perder la perspectiva de las cuestiones que afectan a miles de personas, encapsulada en las tareas de cada día. Pero el mundo es cada vez más pequeño, muy pequeño. Una se encuentra testimonios vivos todos los días, a sólo unos pasos.
Lo único que se me ocurre hacer a este respecto es reflexionar y compartir algunas de las cuestiones que me andaba rumiando, con la intención de no permanecer impasible, y que quienes padecen injusticias no puedan decir que al resto no nos importaba.
Una vez más, en Libia y en cualquier lugar: NO A LA GUERRA